Por: Alfredo García Pimentel
Perder
nunca ha sido el fuerte de los cubanos. Más de uno de nosotros quisiera borrar
los recuerdos de aquellas derrotas frente a Estados Unidos y Corea del Sur en
el béisbol de las Olimpiadas o ante Japón en ambos Clásicos Mundiales… y otras,
más o menos dolorosas, que hicieron igual daño al pedigrí de la pelota nuestra.
Los
éxitos de antaño… y ese gen ganador, que es el centro del ADN beisbolero
nacional nos obligan a ser inconformes. Resulta intangible, no puede verse esa
ansia de siempre ganar, pero es un hecho que existe… y que, incluso, gana
campeonatos.
Una
derrota, sin embargo, puede tornarse en triunfo si de ella sacamos la moraleja
precisa, la que nos hará mejorar. Los equipos grandes, los tradicionales del
béisbol, saben renacer de sus cenizas. Emulan al ave fénix cuando regresan al
éxito luego de tropezar en la lucha por el gallardete, toman las riendas de un
partido cuando todo indicaba que bajaban la cabeza y se resignaban a caer. Los
grandes equipos incluso perdiendo, ganan.
En
lo individual, el pelotero sufre cuando cae en un slum, cuando un error suyo
cuesta el partido, cuando no la da a la hora buena. Lo mismo le sucede al
conjunto si las cosas no salen, si los bates dejan de sonar o los guantes
comienzan a fallar.
Pero
somos cubanos… y no nos pega la derrota. Por eso venimos de abajo y sacamos
juegos del congelador; por eso los jonrones de Marquetti, el oportunismo de
Gourriel y el pitcheo guapo de Lazo.
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