Por: Alfredo García Pimentel
La
mística del béisbol inunda la vida del cubano desde hace mucho tiempo. Basta
con que decidamos ir al estadio, encender la radio o la televisión, para que
comience en nosotros todo el proceso mágico que convierte a la pelota en
pasión.
Cualquiera
que sea la variante escogida para disfrutar del juego, el primer paso será
ocupar nuestra grada, imaginaria o real, pero, en definitiva, nuestra. Luego,
los peloteros saldrán del dogout… y calentará todo el estadio: ellos, sus
músculos y su habilidad; nosotros, el deseo de asistir a un verdadero
espectáculo.
Cantaremos
el Himno Nacional y esperaremos con frenesí la voz de A JUGAR. Esa orden
maravillosa pondrá a funcionar el mecanismo sublime del deporte que adoran los
cubanos;
hará
que 18 peloteros, 4 árbitros y todo un pueblo golpeen, capturen, persigan,
observen y dependan de una bola que constituye el centro del juego… y ¿quién
sabe? … si hasta de nuestras vidas.
Al
final, habrá héroes y villanos, ganadores y vencidos, fiestas y velorios…, pero
eso es el béisbol: un deporte que no cree en empates, en el que el de mejor
desempeño siempre se lleva sonrisas. Veleidosa disciplina, llena de números y
probabilidades, pero que usted, cubano, entiende muy bien, porque forma parte
de su ADN.
No
sé si comparte mi opinión, pero creo que siempre gano cuando disfruto de un
partido de pelota. Durante 9 capítulos veo esta novela que me da alegría, me
hace sufrir, me obliga a levantarme de mi asiento o a hundirme en él… pero que,
sobre todo, no me deja apartar la vista de lo que sucede en la grama y que, al
final, gane o pierda mi equipo, me dejará satisfecho.
Por
eso, siempre que me dejo impresionar por el béisbol, siempre que veo cómo los
peloteros lo dan todo, siempre que siento como vibra la grada en cada partido,
salgo del estadio con la misma opinión: ¡Señores, qué clase juego es el
béisbol!
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