Por: Alfredo García Pimentel
Dos
líneas, tres bases, tierra, verde inmenso y hombres dispuestos: tenga eso y
tendrá usted béisbol. Dos trazos que se crucen en un lugar extrañamente llamado
HOGAR, que marquen los límites del juego sin poner cota a la pasión; una
medialuna, un diamante: sume usted… y tendrá béisbol, no el más universal, pero
sí el más cubano de los deportes.
Dicen
los que saben que llegó a Cuba en las maletas de jóvenes estudiantes que
regresaban de los Estados Unidos. Era un deporte extraño: una pelota, no mayor
que una naranja; un madero en forma de barquillo, palabras que casi nadie
entendía. Palmar de Junco, 1874, pocos podían afirmar entonces que estaba
naciendo una pasión.
Sí,
señores, porque desde el principio, la pelota fue en Cuba mucho más que un
juego. Sirvió para expresar nuestra rebeldía a España, a su lidia de gallos y a
sus corridas de toros. El cubano, poco a poco, se convirtió en pelotero y el
béisbol, en reciprocidad, se hizo más cubano.
Así,
deporte y vida se enriquecieron mutuamente. Ya no sonaban tan raras las
palabras en inglés; el hit, el foul, el strike y el homerun se integraron al
lenguaje de cada día, mientras que la agudeza, la picardía, la audacia, la
fuerza y la velocidad de los que nacen aquí inundaron los terrenos y patentaron
una forma CUBANA de jugar béisbol.
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