Por Alfredo García Pimentel
Difícil
tarea la del hombre que no puede apasionarse cuando entra a un terreno de
béisbol. Titánica labor la de ese al que no se le permiten fanatismos… al que
se demanda lo que para muchos cubanos es imposible: que te guste la pelota y no
tener el derecho de preferir a ningún equipo.
Gran
responsabilidad, entonces, la que recae sobre los árbitros, ingredientes
infaltables en ese gran banquete que es el béisbol. Muchos piensan, incluso,
que los jueces son un mal necesario para el deporte… aunque yo diría que se
equiparan a la sal, pues sin ellos, nunca hay un buen sabor.
Sin
embargo, buenas y malas anécdotas tiene el béisbol cuando de ampayas se trata.
Las
buenas, las que más abundan, vienen precisamente de los juegos en que los
árbitros han cumplido su función: dejar que se juegue pelota, tomar decisiones
acertadas, que su figura se imponga a cualquier desacuerdo y que el respeto que
de él irradie no deje que se empañe el diamante beisbolero. No por gusto los
que saben dicen que un árbitro ha trabajado bien cuando otro es el
protagonista.
Las
malas, no tan abundantes, pero sí más recordadas, ocurren cuando ese que debe
ser imparcial se deja llevar por la pasión, por el apuro y hasta por el miedo. ¿Cuántos
equipos se han ido a los puños por una mala decisión arbitral, cuántos juegos
“tranquilos” se han enredado por expulsiones apresuradas?
Sépalo,
el buen árbitro también se equivoca, de vez en cuando falla en buscar la
posición ideal para apreciar una jugada y, entonces, comete el pecado más común
entre los hombres: errar. Pero lo que nunca hace el buen ampaya es perder las
riendas de un juego de pelota. Su sola presencia basta para calmar el fuego
antes de desatarse el incendio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario